nos encontramos un domingo al mediodía en la
estación de Haedo. Ella me esperaba con su mochila cargada de apuntes y con la
sensación de que habíamos encontrado la excusa para construir un sendero por
donde caminar ajenos a la convulsión de lo que nos rodeaba. Nos dirigimos
camino hacia la plaza del barrio bajo un sol bondadoso. Ella escogió ese
espacio para repasar los temas que nos iban a tomar en el parcial de
Antropología. La plaza se convirtió, desde ese día, en el conclave de todas
nuestras decisiones trascendentes.
Nos
habíamos conocido hacía poco tiempo cursando el CBC y pegamos onda charlando en
los pasillos de la facultad o en el regreso a nuestras casas en el tren Sarmiento.
La comunicación fluyó desde un comienzo, aunque nuestros cuerpos todavía se
vinculaban con cierta rigidez.
Mientras
caminábamos hacia la plaza no había silencios que llenar con diálogos vacios. Nos
sentamos en un árbol que nos contuvo y se acopló a la escenografía de la
situación: el verde en las remeras, sus ojos, el pasto y los arboles. Las
fotocopias en el medio de los dos se mueven con el viento y cada uno dijo lo
que entendió sobre los temas que nos iban a evaluar dos días después. dialogamos
sobre los autores trabajados en la materia como pretexto para generar un puente
entre dos personas. Levi Strauss, Malinovsky y Rousseau nos escuchan desde los
apuntes.
Nos
besamos, sin la torpezas propias de un primer encuentro. Sentí el sabor de un
terrón de azúcar o como cuando probé por primera vez un chocolate, un
submarino. Las sensaciones en la panza se mostraron como garantes de que podía
estar tranquilo y abrir la puerta hacia un camino en donde no hacía falta
frenar.
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